sábado, 7 de agosto de 2010

OTRO AÑO MÁS. O NO.

Para los que nos dedicamos a eso de la contabilidad -y siempre que las aperturas y cierres coincidan con el año natural- el fin de año, nuestra peculiar nochevieja, se produce en el mes de julio. Vivimos en una suerte de dualidad temporal. No es que llevemos un retraso de siete meses en el tiempo laboral, es que nuestros años tienen en verdad diecinueve meses y convivimos en dos intervalos a la vez sin que el galimatías que ello supone nos vuelva más tarumbas de lo que ya estamos.

En realidad nuestro día a día es bastante ramplón, aburrido y hasta tedioso. Por lo general pasamos nuestra jornada pendientes de la fechas, haciendo asientos, registrando papeles, mirando cuentas de explotación, contestando a la Santa Madre Hacienda, archivando, divagando, y en los ratos ociosos entre el Internet y la ensoñación.

Por ese afán de contar y enumerar nos damos cuenta de que el tiempo se derrocha en cosas absurdas, mecánicas y baladíes. Quizás por esto y por aprovechar el dietario que cada año me regala la empresa -con su emblema grande y mayestático y mi nombre, pequeño y servicial, grabado sobre sus tapas- escribo todos los días lo que voy haciendo y lo que he hecho fuera del horario laboral, incluidos sábados y domingos. Son pequeñas reseñas, fugaces notas, casi notitas, que se alejan de cualquier imaginario de un diario. Guardo todos los dietarios desde que empecé con esta manía, hace ya unos cinco años. En ocasiones repaso los más antiguos y el resultado es deprimente, cada día se parece a otro día, cada mes es igual que cada mes de las otras agendas, y sospecho –y no es certeza por el vértigo que me produce la investigación- que los ejercicios son casi clavados entre sí, como si me dedicara a la cría de años y estos fueran, más que hermanos, clones.

Gracias a Dios -que tanto está en los grandes como en los pequeños detalles- el Presidente de Gobierno y sus colaboradores, sabedores de nuestra anodina vida, nos han buscado una posible nueva tarea, una potencial misión que puede cambiar el rumbo de mi vida. Gracias también al Ministro de Trabajo -con su triste figura y su apellido de cojonudísimo director, actor, guionista y showman- y otro señor muy triste que en la televisión intentaba explicar las excelencias y bondades de la Reforma Laboral que habían pergeñado, y perdonad la vulgaridad, pero ahora no me sale de los mismos buscar su nombre. Pues eso, que gracia a ellos, a todos los que la votaron a favor de la ley, a los que se abstuvieron –tan nacionalistas, porque no todos somos iguales según donde doblemos el lomo- y a los que votaron en contra, más por joder que por no estar de acuerdo y agradecidos por hacerles su trabajo (al final me quedo solo con Gaspar, y así se me ve el plumero) vamos a poder elevar a nuestro peculiar peritaje a la categoría de sublime arte, pues si algo lleva en la sangre un contable es el de la adulteración de balances, cuentas de explotación y otros informes más literarios y menos técnicos.

Ahora, por ese anhelo que nuestra casta porta desde tiempos inmemoriales, no sólo podremos disponer pérdidas a declarar y con ello ahorrar unos durillos a las arcas de nuestras empresas en el Impuesto sobre Sociedades. No, no sólo eso, que ya es seductor para cualquier profano, ahora podremos, con esa facilidad genética que poseemos, preverlas, por ese fervor analítico del que nos dota la naturaleza.

Y para qué, os preguntaréis, con sopor y poca intriga, ante el baldón que os estoy endilgando. Pues muy fácil, con el fin de que algunos de mis compañeros se vayan a la puta calle de una manera menos onerosa para las empresas y así librarle de pagar unos euritos a los buenos patrones, tan preocupados por España -nótese el énfasis a la hora de pronunciar el sacrosanto nombre de la patria- que por supuesto lo necesitarán mucho más que ellos (ellos, no España, no vayamos a liarnos, aunque a veces los amos no lo tenga tan claro quién son ellos y qué coño es España y qué son y para qué sirven los trabajadores).

Pero mientras el invierno llega -que con los fríos ya pondremos en práctica nuestras atávicas habilidades- nos vamos de vacaciones. Siento que lo proyectado en un principio no se lleve a término. Pero qué le vamos a hacer. Me gustaba el propósito de encontrar, profundizar, saber, pero antes de que el contable de la empresa donde trabaja mi compañera haga su inefable labor, ésta, mi pareja, se escuerna y anda baldada con escasas ganas de entregarse a la aventura.

Así que toca ir a La Tierruca pasando por mi Cádiz. Regreso a mi escogida Patria, a mi terrenal paraíso y ya me relamo entre las tortillitas de El Faro y los chicharrones de El Manteca, entre el ágape señorial del Ventorrillo y la jarra fresquita de La Marea, sin perdonar al gitano Antonio y un millón de sitios más. Comprobad que, con exagerado número y teatralidad supina, abandono mi condición de contable, al menos durante cinco días.

Y es que agosto, para los contables, es un mes de ni fu ni fa. Durante su tiempo perdemos facultades y con ello el entusiasmo por nuestro cometido. Abandonamos corbatas y chaquetas, zapatos de cordones y calcetines negros. Hacemos migas con el resto de la plantilla y damos luz verde, con una liberalidad impropia de nuestra condición, al pago de las facturas de proveedores y acreedores. Durante el reinado del octavo mes soñamos, con más énfasis si cabe, que somos lo que no somos y que un cupón o una primitiva nos ha de librar del crudo regreso.

Perdóname Kureka por transmitirte el mal. Estés donde estés, papá, contable a su vez, recuerda que en la próxima yo quiero ser artista.

¡Felices vacaciones a todos!

¡Salud!